miércoles, 23 de septiembre de 2015

Sensus vitae

 
A los seis años, tres meses y doce días de vida se le cayó su primer diente de leche. Era el segundo incisivo superior izquierdo. Lo perdió casi sin enterarse, mientras roía un hueso de caña para sorber la médula. Su madre le había hablado de una antigua tradición familiar, por la cual, cuando se caía un diente, había que arrojarlo al mar mientras subía la marea, y si las olas no lo devolvían, cualquier deseo podía hacerse realidad. Claro que todos sus antepasados habían vivido en Luarca, en cambio, cuando él aún tenía todos los dientes bien amarrados, sus padres habían decidido emigrar a Madrid, donde todavía no se había inventado el mar. Lo que más se le acercaba eran las contaminadas aguas del río Manzanares, protegidas por una infranqueable barrera de coches asesinos lanzados a toda velocidad por autopistas que corrían paralelas al cauce. Dadas las circunstancias, Manuel tuvo que conformarse con el váter compartido del descansillo de la escalera como santuario privado para el ritual propiciatorio de su primer diente. Al fin y al cabo, por lo que él sabía, era la única ruta posible hacia el mar.

Otros tres dientes siguieron idéntico camino, pero como no viera cumplido su deseo, decidió cambiar de táctica. El primer colmillo no contó, porque se lo tragó accidentalmente y, aunque su destino fuera el mismo, se olvidó de formular la petición. Luego vino un premolar del lado inferior derecho y, en esta ocasión, lo dejó caer directamente en la boca de una alcantarilla después de introducirlo en una cáscara de nuez para que flotara. La idea se le ocurrió leyendo «El soldadito de plomo», aunque más tarde pensó que, igual que le ocurría al protagonista del cuento, su improvisado barquito podía llegar a ser menú de algún pez hambriento por lo que, a partir de entonces, tomó la precaución de erizarlo de alfileres.

La madre de Manuel murió dos meses antes de que éste cumpliera ocho años. Durante el velatorio se dio cuenta de que otro diente le bailaba en la encía a punto de caerse y se le ocurrió que quizá su madre si, como todos decían, estaba más cerca de Dios, pudiese pedir cosas más importantes, así que se lo arrancó de un tirón y lo dejó caer disimuladamente dentro del ataúd. Desde el cielo, ella podría dejarlo en el mar cuando quisiese.

Justo después del entierro, sus abuelos se lo llevaron a Peñafiel. A su padre no lo vio, pero le dijeron que, de momento, no podía hacerse cargo de él. Las tierras de secano de Valladolid, aunque llanas, no eran precisamente la «Mar Océana», sin embargo, Manuel tenía por que alegrarse, pues ahora podía contar con dos ríos. Uno de ellos era el Duero, inmenso y caudaloso, limpio, con personalidad, que a buen seguro encauzaría todas sus peticiones. Tres premolares siguieron su curso en sendos barquitos de madera.

Los dientes de leche siguieron cayendo pero Manuel no veía cumplido su deseo. Cierto día que se encontraba especialmente desilusionado, se atrevió a hablar de su secreto con su mejor amigo y éste, totalmente sorprendido ante el hecho de que su compañero no hubiese oído hablar en su vida del Ratoncito Pérez, quiso abrirle los ojos. Le contó que él ponía siempre sus dientes bajo la almohada, mientras dormía, y a la mañana siguiente, en su lugar encontraba la moneda que dejaba el ratoncito coleccionador de dientes. Manuel pensó que una peseta era mucho más que nada, por lo que esa noche se acostó sobre una enorme muela de tres raíces. Lo ocurrido, sin embargo, fue que pasó la noche en vela, hundido por el peso de la traición. Afortunadamente, con la primera claridad descubrió aliviado que su diente seguía allí. Puede que el ratoncito no hubiese pasado al verle despierto, pero en todo caso no quiso darle una segunda oportunidad, no fuese que, por una pocas monedas, perdiese la opción al gran premio.

Superada la etapa de crisis, Manuel retornó a su fe, y desde las ruinas de aquel castillo con forma de barco, que navegaba sobre los tejados de Peñafiel, juró fidelidad a su sueño. Por lo menos hasta que tuvo en sus manos el último diente de leche. El mismo diente que quiso regalar a su chica en prenda de amor, pero que ésta rechazó diciendo que le parecía una guarrería y que no quería volver a saber nada más de ninguna de las partes de su cuerpo, en conjunto o por separado; por lo que la mencionada pieza dental también embarcó en las riberas del Duero, con rumbo al mar, llevándose los postreros retazos de su niñez.

Tenía catorce años y una flamante dentadura completa cuando volvió a Madrid. Vivió con su padre en un cuartucho de Vallecas y cambió de trabajo muchas más veces que de camisa, consecuencia de ese talante inquieto e inconformista que, heredado de su madre, iba forjando su carácter. La vida pretendía enseñarle que la ilusión se pierde con la edad, pero una oportuna paliza de su padre mantuvo la magia cuando, al escupir una bocanada de sangre, descubrió un diente partido que tintineaba en el lavabo. Manuel comprendió la señal y esa noche dejó Madrid. Su padre nunca tuvo la ocasión de volver a pegarle y tampoco vio el diente que Manuel le había dejado bajo la almohada, con sus mejores deseos.

Una vida errante llevó a Manuel de una ciudad a otra, de un cuartucho a otro, de un trabajo a otro, dejando trozos de sí mismo en cada sitio pero sin llevarse nada como equipaje. Cada empleo que conseguía a duras penas le proporcionaba lo suficiente para sobrevivir y pagarse el viaje a un nuevo destino, a un nuevo cuartucho con una sola cama. Nunca dejaba nada que no mereciese la pena dejar, siempre habría delante un lugar que mereciese la pena buscar. Por el camino, dos fulminantes caries y cuatro metros de caída desde la plataforma de un andamio permitieron que su sueño navegase por grandes ríos, hacia un futuro desconocido que en cualquier momento podía traerle la felicidad.

Un día brumoso de otoño, el mismo día que, treinta y siete años antes, viniera al mundo, le sorprendió asomado a las aguas del Rhin, en Colonia. Pero entonces no tenía ningún diente que arrojar a la corriente para que llegase al mar, para que el mar se lo quedase para siempre. Aquella mañana en que cumplía treinta y siete años, Manuel no quería pensar en nada. No quería recordar el sueño en el que veía todos sus dientes de niño esparcidos por la arena, entre las algas sucias de la resaca. Manuel observaba las estelas que las gabarras de transporte dejaban en el centro del río. Y sentía miedo. Miedo al final. Manuel no viajaba hacia el mar. Sólo sus dientes. Sólo su esperanza, su ilusión. No su amargura, su miedo a la decepción. Aquella fría mañana otoñal sólo miraba las estelas en el agua, vacío, solo.

Durante muchos años mantuvo intacta el resto de su dentadura. Al principio no quería pensar demasiado en ello, pero a medida que pasaba el tiempo fue creciendo en su mente el tumor de la obsesión. Dejó de cepillarse los dientes y cualquier dolor de muelas le hacía recobrar la esperanza, se atiborraba de dulces y chocolate, fumaba un cigarro tras otro, usaba la dentadura para abrir las botellas de cerveza, machacaba nueces y piñones y compraba paquetes y paquetes de chicle americano. El esfuerzo dedicado a tal dejadez comenzó a dar sus frutos el año en que Manuel cumplía los cincuenta y cinco. Los problemas de integración social debidos al mal aliento dieron paso a las afecciones físicas provocadas por la deficiencia de calcio o el aumento del nivel de glucosa, pero lo mejor fue cuando empezaron a sangrarle las encías con frecuencia. El médico diagnosticó una piorrea muy avanzada y el Rhin acogió en su seno a un desarraigado premolar.

Fueron tiempos felices. Por lo menos perdía una pieza dental cada año. Consiguió empleo fijo en una fábrica de cerveza y se mudó a un edificio de doce plantas cercano al río, con un apartamento sólo para él, retrete privado, agua caliente y calefacción. Incluso compró un pez al que llamaba Rich y, al menos una vez por semana, iba al cine a ver un estreno.


Un día, cuando más cerca estaba de pensar que el mar le concedería su deseo, su vida cambió de nuevo. La reconversión industrial provocó el cierre de la fábrica y Manuel perdió su empleo. Una vez más, se encontró sin nada que ganar. Y sin nada que perder. Dejó de ir al cine, se fue del apartamento, sus últimas monedas fueron para comprar un bote de comida para peces. Después, Rich volvió al río.

Mientras tuvo energías y ánimo suficiente continuó peregrinando por caminos y riberas, de ciudad en ciudad, de río en río, viviendo de la beneficencia y buscando refugio en los albergues. Transcurridos dos inviernos, su sustento dependía de la caridad de los transeúntes, mantas y cartones eran su cama en los fríos callejones, y los pocos dientes que le quedaban hacían su travesía en botellas de vino. Sin llegar a saber muy bien cómo, su viaje terminó en Copenhague. Ciudad activa y cosmopolita, ancestral puerto de mercaderes, parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para dejar que transcurriera el resto de su vida... cerca del mar.

Entre amplias plazas y animadas calles comerciales, ante las suntuosas puertas del Tívoli o en el acogedor vestíbulo de la Estación Central, Manuel consumía sus días. Pero bajo aquella capa de mugre, de alcohol y de olvido, aún latía un pulso. Un pulso que le empujó un día a caminar hasta el puerto, como si una postrera obligación le llevase a enfrentarse a su destino. Y allí, junto al mar, en un muelle solitario al atardecer, se encontró con algo que, así, sin más, hizo estallar su corazón y limpió su alma del miedo. Sus ojos vidriosos contemplaron una pequeña silueta, recortada contra el rojo sol de poniente, y aquella imagen al final del camino dio cuerpo a su fe.

Los turistas mostraban una tierna curiosidad por aquel vagabundo que parecía una grotesca figura de cera en el borde del muelle. Algunos atrevidos incluso le preguntaban el motivo de su extasiada y estática sonrisa. Manuel contestaba que todavía le quedaba un diente y cuando éste se le cayera, pensaba ponerlo a los pies de La Sirenita, porque sabía que ella nunca dejaría que el mar lo devolviese. Quienes le escuchaban, le miraban con indulgencia, le daban alguna moneda y se volvían para hacerse una foto junto a la pequeña escultura, símbolo de la ciudad, que miraba al horizonte sentada sobre una roca.
 
 
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jueves, 10 de septiembre de 2015

Cruz Silveira 2. Cuervos


 
La imponente verja de entrada recibía al visitante con un emblema forjado entre sus barrotes: dos cuervos enfrentados, en el interior de un óculo, custodiando una «D» y una «S» entrelazadas.
 
Cruz Silveira eligió una noche de luna nueva y, aunque la casona no escondía secretos para él, su meticulosidad le obligaba a tomar todas las precauciones posibles antes de meterse en la boca del lobo. A fin de cuentas, en su oficio, un pequeño error podía pagarse con una estancia ilimitada entre rejas… o en una caja de pino. Su mano derecha sostenía «la herramienta» mientras que, con la izquierda, tanteaba el muro en busca del pequeño acceso que existía junto a la boca de entrada del canal de riego, por donde el jardinero entraba y salía cada vez que tenía que limpiar el conducto, evitando así tener que dar el rodeo por la entrada principal. Aquella portilla, cerrada con un candado y cubierta de maleza, raramente era vigilada por unos esbirros de gatillo fácil y escasa imaginación.

Al abrigo de palmas y buganvillas, Cruz se deslizó hasta el jardín posterior, desde donde la perfecta ubicación de la propiedad, en uno de los barrios más lujosos de São Paulo, permitía una espectacular vista nocturna de la ciudad. Vadeó con sigilo pasillos y zaguanes hasta llegar al dormitorio que buscaba. La puerta estaba entreabierta y el interior oscuro. Como había previsto y como delataban las voces que provenían del piso inferior, los habitantes de la casa aún estaban disfrutando de la cena, por lo que él tenía tiempo suficiente para ocultarse allí donde sabía que podría quedarse incluso toda la noche sin ser visto.

Permaneció inmóvil más de una hora hasta que la luz del dormitorio se encendió y una mujer joven, de negra melena ensortijada, entró en él. Cruz Silveira, un hombre capaz de controlar su frecuencia cardíaca, notó como su corazón, instigado por recuerdos lejanos, pretendía revelarse. Unos zapatos de tacón se quedaron custodiando la puerta y ella se acercó a una vieja gramola mientras bajaba la cremallera del vestido que, fiel vasallo de su hermosura, se puso de inmediato a sus pies. La voz de Olga Guillot comenzó a sonar en el aparato y el bustier de encaje, privilegiado por un contacto más íntimo, quiso prolongar su reverencia deteniéndose un instante en su voluptuosidad. Los compases del bolero cantaron al desamor y los últimos guardianes de su piel dejaron a regañadientes que Cruz contemplase por primera vez, antes de verlo desaparecer por la puerta del baño, aquel cuerpo desnudo que tantas otras imaginó.

El sonido del agua en la bañera acompañando a la melodía, el perfume de aquella habitación, dejaron penetrar recuerdos que Cruz Silveira había venido a enterrar.

A Don Diego Sousa le debía una vida, la suya, aunque durante varios años le pagó con la de otros. El Argentino le había llevado hasta él después de aquel asunto de Copacabana, cuando no era más que un limpiabotas que había matado a tiros a un importante capo del narco. Con aquella muerte, Cruz creía haber cumplido su destino, pero la suerte le tenía reservada una nueva vida cuando uno de los escoltas del mafioso, que debía su lealtad a otro dueño, no sólo no mató al mocoso que se había atrevido a disparar contra su supuesto jefe, sino que lo llevó a presencia de quien le pagaba. Diego Sousa había conseguido infiltrar a El Argentino entre los hombres de confianza del narco, alertado por un soplo sobre su intención de introducirse en el negocio de las armas. Porque una cosa era respetar el «alto el fuego» pactado entre las bandas y otra, muy distinta, era permitir una posible incursión en terreno propio. Por eso, cuando su hombre le presentó al muchacho y le informó de lo ocurrido, se le plantearon dos opciones. La primera de ellas era devolverlo a la calle y dejar que la Policía Federal encontrase los indicios suficientes para descartar la guerra de bandas, resolviendo el caso como una venganza por motivos personales. La segunda alternativa consistía en echar mano de los contactos en superintendencia para que el tema no salpicara a los intereses de la hacienda Sousa y tomar bajo su protección al «meninho». Chavales como él, dispuestos a matar por unos reales, había a patadas en las «villas miseria», pero que lo ejecutaran con esa frialdad y eficacia demostraba aptitudes que valía la pena potenciar. Y así fue como Cruz Silveira cambió el correccional por una de las mejores haciendas de São Paulo. «Tendrás todo lo que quieras como si fueras mi hijo —le dijo en cierta ocasión Don Diego—, lo único que tienes que hacer es no decirme nunca que no»

Aquellas palabras resonaban ahora en sus oídos mientras escuchaba como la mujer cerraba el grifo de la bañera y se introducía en el agua tibia. Ciertamente tuvo lo que quiso, como si del mismo hijo de Sousa se tratase. Sin embargo, Cruz no había cumplido los dieciocho años y ya había tenido varias ocasiones para demostrar su lealtad, haciendo que otros pagaran con su vida por haberla traicionado, mientras que Salvador Sousa, de carácter pusilánime y retraído, no había tocado un arma en su vida, ajeno a los negocios de su padre. Y fue precisamente aquella diferencia, contrariamente a lo que podría esperarse, lo que acercó a los dos muchachos. Salvador vio en Cruz al superviviente nato, a alguien que podría comerse el mundo y escupir el hueso a la cara de su creador. Cruz vio en Salvador a un ser frágil, sin espíritu, joven arbusto que nunca sería árbol a la sombra de su padre, sino más bien hombre de paja, destinado a evitar con su cuerpo la rapiña de los cuervos, y eso no hacía más que recordarle a sus hermanos, víctimas del sistema en las «fabelas» de Río. De ahí que ambos se fueran uniendo, fabricando una simbiosis perfecta.

Todo cambió el día que llegó Roxanne.

Hija de una de las hermanas de Don Diego y de un ingeniero alemán, había vivido sus veintidós años a caballo entre dos continentes, hasta que sus padres murieron en un accidente de tráfico y su tío se hizo cargo de ella, incorporándola a la vida de la hacienda. Una arrolladora belleza la acompañaba y el hecho de que los dos jóvenes se enamorasen de ella era lo más previsible, además de algo que Don Diego no pasó por alto. Partidario, a priori, de buscar una posible alianza matrimonial con alguna poderosa familia, no se veía capaz, sin embargo, de truncar los sueños de su ojito derecho, por lo que, no sólo prohibió a Cruz cualquier tipo de tonteo con su sobrina, sino que le pidió expresamente que ayudase en el cortejo a su retraído hijo. El proceso al que aquella intervención dio lugar creó un peculiar triángulo amoroso. Cruz Silveira, obsesionado por un deseo que nunca podría satisfacer y encadenado por la lealtad a quien debía la vida, volcó toda su energía en el empeño, como si el conseguir el amor de Roxanne para Salvador fuese como lograrlo para sí mismo. Así, a través del insulso joven, le habló sin palabras, la besó sin rozar sus labios, le hizo el amor sin tocar su piel, tal como el Cyrano de Rostand hiciera con su propia Roxanne.

Cuando el día de la boda, Cruz besó a la novia, lo hizo con tal pasión que una sensación incómoda veló la celebración. Roxanne se sintió sorprendida por un sentimiento que achacó a la ebriedad del momento. Salvador no mostró ninguna emoción, pero notó una punzada en el pecho, como el atisbo de una traición.

Los años siguientes fueron extraños. Aunque Cruz siempre mantuvo una cordial amistad con Roxanne, nunca dejó traslucir su verdadero sentir, quizás debido a una vieja lealtad o tal vez por orgullo personal. Sin embargo, en Salvador fue creciendo la ponzoña de la envidia, del resentimiento. Su carácter, ya de por sí reservado, se volvió huraño, y mientras comenzaba a familiarizarse con los oscuros entresijos del negocio familiar, se tornó despótico y celoso de su intimidad matrimonial. Don Diego Sousa fue dejando poco a poco, hasta los más turbios asuntos en manos de su hijo, y éste, sintiéndose con el control y ebrio de un poder que le venía demasiado grande, hizo todo lo que estuvo en su mano para alejar a su esposa de una relación que siempre consideró adúltera. Los servicios de Cruz eran cada vez más peligrosos e imbuidos de una crueldad que sólo podía mostrar alguien con un código personal distorsionado, que nunca había vivido de cerca la muerte ni podía comprender a quien había hecho de ella su profesión.

Todo culminó la noche en que Cruz fue enviado a cerrar una venta cerca del río y apareció “La Federal”. El problema no fue tanto la presencia policial en sí, como el «fortuito» disparo del arma que desencadenó el tiroteo que acabó en matanza. La unión de ambos hechos mostraba a las claras, no ya la intención de reventar la operación, sino también la de aprovechar el caos para librarse de algún elemento incómodo sin provocar la sospecha de una limpieza interna, siempre una mala publicidad. Cruz Silveira fue dado por muerto, desaparecido en las aguas del Tieté. Por lo menos así le fue comunicado al Señor Sousa. En realidad había sobrevivido y abandonado São Paulo, considerándose a sí mismo, después de lo sucedido, liberado de su contrato de fidelidad al viejo Sousa.

Cinco años después, estaba en aquel dormitorio, escuchando en la gramola un bolero de Olga Guillot que Roxanne canturreaba en la bañera, imaginando cómo la esponja recorría su piel desnuda. Cruz Silveira sabía que aquel beso el día de la boda y el instante en que ahora se encontraba estaban conectados por una delgada pero inquebrantable línea, y ahora, de alguna manera, iba a terminar lo que allí había comenzado.

Estaba en medio de esas cavilaciones cuando entró Salvador Sousa en la habitación, con deambular errático, como el de alguien que ha bebido alguna copa de más. Cruz retrocedió para quedar totalmente oculto.

Mientras Salvador desabrochaba su camisa con dedos torpes e intentaba, frente al espejo, desanudar su corbata, se percató de un movimiento extraño a su espalda. Cuando se giró, únicamente tuvo tiempo de pronunciar, incrédulo, el nombre de quien le encañonaba. Dos balas salieron raudas de la boquilla silenciadora del arma. Una de ellas atravesó su corazón e impactó en el espejo. La otra se clavó en su frente.

Su cuerpo, en el rostro fija la expresión atónita, se desmadejó sobre la alfombra, como un hombre de paja descolgado de su madero.

Aunque torpe remedo de lo que había sido su padre, Salvador Sousa llevaba camino de convertirse en uno de los capos con más poder en el negocio de las armas. Pero además, sus incursiones en otros asuntos, como el robo de cargas, las extorsiones o el narcotráfico, aquello que siempre había tratado de evitar Don Diego, era algo que no podían permitir las bandas rivales, por lo que decidieron tomar medidas radicales antes de que fuera demasiado tarde. Cruz Silveira fue el hombre elegido para el trabajo. El único que podía llevarlo a cabo.

Atento a cualquier sonido, se acercó al cadáver. Llamó su atención el prendedor de la corbata, adornado con el emblema de la casa, dos cuervos enfrentados, en el interior de un óculo, custodiando una «D» y una «S» entrelazadas. Por alguna extraña asociación, le vino a la memoria una frase que Don Diego Sousa pronunciaba cada vez que reprendía a su hijo: «Cría cuervos… y te sacarán los ojos». Guardó «la herramienta» y se dirigió a la puerta del baño. A través de la abertura podía ver al fondo los grifos dorados y la bañera de hierro fundido, y de espaldas a él, la nuca de Roxanne apoyada en el borde, los rizos de su pelo azabache goteando agua en el piso de madera.

Se marchó reprimiendo un deseo. A fin de cuentas, no estaba allí por placer, sino por trabajo.

 
 Relatos anteriores de Cruz Silveira: Tiburones

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