Los dos sujetos habían sido capturados por separado, de modo que hasta ese instante no habían tenido contacto alguno. Ahora compartían un espacio cuyo volumen no era mayor que tres veces el que ambos ocupaban. Llevaban cinco semanas privados de luz, de alimento, respirando el poco aire que podía entrar a través de dos pequeños orificios y absorbiendo las preciadas gotas de agua que por ellos les hacía llegar. A pesar de tener sexos opuestos en ningún momento habían hecho intención de copular. Probablemente la prisión inhibía cualquier instinto reproductivo, aunque ese era el aspecto de su comportamiento que menos le interesaba. Durante todo ese tiempo, ambos sujetos fueron sometidos a un radical procedimiento cuyo objetivo no era otro que anular el instinto de supervivencia. Para ello, el espacio contenedor en el que se hallaban era regularmente inundado durante varios minutos, apurando al máximo el tiempo de apnea y aumentando en cada inmersión la temperatura del agua.
Al cabo de los treinta y cinco días, tal como había estipulado, puso fin al experimento y, cuando liberó a los dos sujetos, pudo comprobar los excelentes resultados. Ninguno de ellos presentó la más leve intención de huir y ni siquiera cuando ensartó a la hembra, atravesando su abdomen, el ejemplar masculino hizo movimiento alguno. Evisceró a los dos pausadamente y tanto uno como otro mantuvieron sus miembros inmóviles, sin crispar ni un solo nervio ante el dolor, hasta que definitivamente murieron, exactamente seis horas después.
La experiencia no podía haber sido más alentadora. Observó con satisfacción los restos que habían quedado. Una caja de cerillas empapada por el agua, su taza metálica, algunos fósforos quemados, otros afilados en su extremo y un par de cucarachas diseccionadas.
Ahora tenía que deshacerse de todo aquello. No quería que por su culpa pudiesen sancionar al celador del turno de noche. Sabía que aquellas semanas en la celda de aislamiento iban a dar su fruto. Por fin estaba preparado. En seis meses y veintitrés días cumpliría su condena en el psiquiátrico penitenciario y entonces podría pasar a la siguiente fase: construir su celda y llevar a cabo su venganza. Esta vez, no podrían escapar.
Ellos sólo engendraron. No sabían nada ni podían saberlo, pero había dolor en la vida que trajeron. Él tampoco sabía de dónde venía ese dolor, ni por qué estaba ahí, pero notaba cómo crecía. Con los años supo cosas, como que el dolor remitía cuando crecía en los demás y más aún, que prácticamente desaparecía cuando era él quien provocaba ese dolor. Pero al fin, en las muertes que causó, comprendió, y en esa comprensión tuvo claro su destino: hacer comprender a los demás. El dolor no estaba en él, ni en la muerte. El dolor estaba en la vida. Y los primeros en comprenderlo serían los que a él se la dieron.
Al cabo de los treinta y cinco días, tal como había estipulado, puso fin al experimento y, cuando liberó a los dos sujetos, pudo comprobar los excelentes resultados. Ninguno de ellos presentó la más leve intención de huir y ni siquiera cuando ensartó a la hembra, atravesando su abdomen, el ejemplar masculino hizo movimiento alguno. Evisceró a los dos pausadamente y tanto uno como otro mantuvieron sus miembros inmóviles, sin crispar ni un solo nervio ante el dolor, hasta que definitivamente murieron, exactamente seis horas después.
La experiencia no podía haber sido más alentadora. Observó con satisfacción los restos que habían quedado. Una caja de cerillas empapada por el agua, su taza metálica, algunos fósforos quemados, otros afilados en su extremo y un par de cucarachas diseccionadas.
Ahora tenía que deshacerse de todo aquello. No quería que por su culpa pudiesen sancionar al celador del turno de noche. Sabía que aquellas semanas en la celda de aislamiento iban a dar su fruto. Por fin estaba preparado. En seis meses y veintitrés días cumpliría su condena en el psiquiátrico penitenciario y entonces podría pasar a la siguiente fase: construir su celda y llevar a cabo su venganza. Esta vez, no podrían escapar.
Ellos sólo engendraron. No sabían nada ni podían saberlo, pero había dolor en la vida que trajeron. Él tampoco sabía de dónde venía ese dolor, ni por qué estaba ahí, pero notaba cómo crecía. Con los años supo cosas, como que el dolor remitía cuando crecía en los demás y más aún, que prácticamente desaparecía cuando era él quien provocaba ese dolor. Pero al fin, en las muertes que causó, comprendió, y en esa comprensión tuvo claro su destino: hacer comprender a los demás. El dolor no estaba en él, ni en la muerte. El dolor estaba en la vida. Y los primeros en comprenderlo serían los que a él se la dieron.