lunes, 23 de mayo de 2016

Confidencias III


«Hubiera adivinado el tacto de tu piel pálida- aun sin sentirlo- de tanto soñarlo, igual que hubiera podido conocer la tersura de tu carne prieta o el cálido palpitar de tu vitalidad. Hubiera sabido cómo eras incluso sin haber estado nunca cerca de ti, de tantas veces como te di forma en la eternidad de mis noches»

Ciertamente eras tú el desvelo de mis noches, así como el único rostro de mis días.

Sin embargo, aquella noche, desapareciste.

Han pasado treinta días exactamente desde tu última conexión y, el administrador acaba de desactivar a tu avatar. Aunque quisieras, ya no podrías volver a jugar con él. Tendrías que crear un nuevo personaje y entonces… ya no serías tú. Mi caballero.

Tu muerte virtual supone el abandono para mí. Mi vida ya carece de sentido en este mundo.

Después de todos estos meses, todo terminó en esa maldita Montaña Negra. Y no lo comprendo. Habías vencido. El único caballero que había conseguido llegar. Donde nadie había estado jamás. Quizás por eso el administrador, celoso de tanto poder, decidió bloquear a tu avatar justo cuando lo habías logrado todo.

Tanto tiempo juntos, el uno para el otro. Éramos como uña y carne en la distancia. Tú me enseñaste que había un más allá, que de forma paralela a mi existencia gris, anodina, solitaria, existía un mundo de color, de aventuras, de vida. Sólo había que atreverse a traspasar la barrera. Entonces conocí a tu yo virtual. Él me inició en este mundo de honor, de lances, de princesas, donde el Último Dragón podría existir por toda la eternidad, cada vez que ante él se presentase el Último Caballero. Desde entonces no había nada más que tú y él. Tú me despertabas, él me dormía, tú me entendías, él me mostraba el camino.

Pero vino esa noche. El Último Caballero no volvió. El Último Dragón se desintegró y la Princesa desapareció como si nunca hubiera existido.

En aquella cueva acabó mi vida, y ahora sólo queda una triste niña al otro lado del espejo, gris, anodina, vacía, encadenada a la roca en la oscuridad, una Andrómeda sin Perseo que la pueda salvar.

Ahora entra el aire en mi cuarto a través de la ventana. Hacía más de un mes que permanecía cerrada a cal y canto. La luz me hace daño en los ojos. Por eso los cierro. Por eso y porque me da miedo mirar al vacío. Si los abro…, no podré saltar.


 
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lunes, 9 de mayo de 2016

Los ojos negros

 
El estridente chirrido de la garrucha espantó a los cuervos en el paisaje desértico, quemado por el rojo ardiente de un sol que se erguía despiadado, inflexible en su despertar. La raída maroma tensó sus fibras al punto de ruptura y crujió en un supremo esfuerzo por arrancar a la tierra el jugo de la vida. Después de una eternidad perturbada por el agudo quejido de aquella elemental maquinaria, el mundo retornó al silencio poco a poco, dejando que el balde de agua, recién salido de las profundidades, se balancease lentamente bajo la herrumbrosa polea sin emitir más que un cadencioso rechinar. Cuando el cubo descansó por fin en el brocal de adobe, los cuervos volvieron a posarse, las luces del amanecer tiñeron de escarlata su alma cristalina y el pasado de una vida, tiempo antes tan ajena a aquel mundo inhóspito y anacrónico, se mostró en el reflejo de unos ojos sin mirada.

I

Ni la claridad de la luna en la inmensidad del oscuro cielo, ni la profundidad de una laguna de negro terciopelo, igualaban el hechizo de los ojos de Lenora. Hechizo completado por el pequeño lunar que adornaba el final de su ceja izquierda. Para Jehan, sin embargo, esos dones no eran más que el brillo de una joya oculta.

—¿Sabéis que últimamente me siento distinta...? Como decís, con ganas de correr y gritar..., como si tuviese una inmensa energía dentro de mí, tan íntima pero a la vez tan especial que quisiera contagiársela a todo el mundo...

Lenora jugueteaba con los dedos en el agua clara de la fuente, y la imagen de su mejor amigo se desfiguraba en una mueca grotesca.

Hacía días que Jehan había visto el cambio. Por otro lado, la relación de Lenora con su prometido, Néstor, el «hombre perfecto», había estado siempre fuera de toda duda. Jehan había llegado a su vida casi por casualidad, pero Néstor había estado siempre ahí, con su enérgica mirada, con su halcón de presa, con su escudo de armas rojo y negro. La hermosura de Lenora y la gallardía de Néstor. No, definitivamente, el Gran Señor no era la causa de la nueva luminosidad de su amiga.

—Vos sois la única persona con la que me siento realmente a gusto hablando... a quien sé que puedo decir lo que de verdad pienso...

Desde que habían tomado la costumbre de verse todas las mañanas en aquella recoleta fuente del barrio artesano, Jehan vivía momentos de máxima euforia ante la simple propuesta de un largo paseo fuera de los muros, así como amargas desilusiones cuando su ángel no tenía más que palabras de elogio para su flamante prometido.

—Para Néstor no soy más que otra de sus posesiones... Bueno, ya os he hablado de ello..., creo que no hago otra cosa que cansaros con mis cuitas... La cosa es que por fin he decidido haceros caso, seguir mi destino, tomar yo las decisiones y... ¡vivir!...

El sol se abría camino hacia su cenit por detrás del donjon de Los Coraceros, dejando a contraluz la poderosa torre, y Jehan se imaginó a su rival observándolos desde las almenas con los brazos en jarras, hermoso, altivo, señor de tierras y gentes, y lo vio saltando al vacío, presa de unos celos irrefrenables, intentando alcanzarlos en su vuelo para romper la magia de su complicidad.

La sombra fugaz de un halcón de presa cruzó el espacio entre los dos jóvenes, cual hilo de telaraña, eficaz e imperceptible.

—Sé que todo esto suena a locura... pero aún hay algo de lo que no os he hablado... Las cosas han ocurrido tan deprisa... Es el sobrino de un amigo de mi padre. Se hospeda con nosotros desde hace días, de paso hacia la ciudad de Esmirna. Es del norte, de un mundo muy distinto al nuestro...

La joven salpicó unas gotas de agua en el rostro de Jehan, como si quisiera aliviar algo de la tensión que endurecía su semblante. Su amigo se relajó, a su vez, en una forzada sonrisa y Lenora creyó ver algo de frustración en quien había dado color a un mundo cegado por el resplandor de la figura de Néstor, quien le había enseñado a disfrutar de cada instante sin temer al futuro, quien había compartido con ella tantos momentos de perfecta compenetración.

—Argal es, como vos decís, una estrella errante... Pero lo más fascinante es que parece conocer mis más secretos pensamientos. Desde que está con nosotros y sé que duerme tan cerca de mis aposentos, sueños perturbadores desvelan mis noches y espero que nazca el día con ansiedad para verle de nuevo...

Las perlas negras de sus ojos brillaban con la humedad de la pasión, mientras la única persona en el mundo a quien podía confiar su secreto le tomaba la mano con ternura, como si quiera hacerle comprender que nunca cambiaría nada entre ellos.

—No entiendo lo que está pasando, pero es tan fuerte que me resulta imposible pararlo... Argal parte al amanecer, y por lo más sagrado tenéis que ayudarme. No me pidáis que medite, sólo cubridme la salida hasta que esté fuera del alcance de Néstor y de mi padre...Cuando esté segura os mandaré razón, y podréis venir a vernos...

El hilo de la telaraña se rompió y un leve latido entre sus manos quiso avisar a Lenora de una íntima traición, pero enmudeció bajo el caluroso abrazo de Jehan, el primero desde que se conocían.

El viento del desierto comenzó su monótono silbido, como todos los días, como cualquier día, y la finísima arena en suspensión enturbió el aire del amanecer hasta dificultar seriamente la visibilidad de cualquier aventurado caminante. Pero aquella sombra conocía cada recodo del camino, cada piedra, cada agujero sorteado tantas veces en la oscuridad. Se protegió el rostro y avanzó renqueante, arrastrando el balde de agua hasta el muro exterior de la abandonada fortaleza, tiró de una soga que colgaba por encima del portón y los recios tablones soltaron un quejido ronco, basculando con estrépito de cadenas y madera y girando verticalmente para permitir el acceso. Desde el hueco de lo que en su día había sido un hermoso ventanal, abierto en la fachada del edificio principal, otra sombra, enmarcada por la titilante luz de una antorcha, observaba la escena en silencio.

 

II

El fuego de las teas iluminaba la calle y extraía reflejos plateados de armaduras y yelmos, los caballos se agitaban molestos por el humo y los hombres tosían impacientándose. Todos sabían que aquella casa pegada al lienzo oriental de la muralla exterior era donde Mulhad, el alfarero, tenía su almacén y lugar de trabajo, pero nadie comprendía por qué se encontraban allí en lugar de estar buscando a la desaparecida hija de Gunnar, la prometida de su señor. La escena se hacía más incomprensible aún si cabe, por cuanto que un imberbe rapazuelo se permitía, antorcha en mano y encaramado en lo alto del tejado, hablarles con total osadía. 

—¡Me sorprende que busquéis aquí a Lenora tan pronto, aunque tenía que saber que, tarde o temprano, la relacionarías conmigo! Si he de ser sincero dudaba que pudieseis ver algo que estuviese más allá de la punta de vuestra espada... o de vuestras narices...

Néstor toleraba la ironía desde su impotencia y maldecía mil veces su excesiva confianza, al no haber intentado evitar aquella incipiente y extraña amistad entre su amada y un vulgar aprendiz de alfarero. Ahora sólo esperaba no tener que lamentarlo más y poderse cobrar con prontitud el alto precio de tamaña arrogancia.

—¡A vos, Gunnar, os diré una cosa: a mí, si me fuera dado por un instante ponerme en vuestro lugar, me daría qué pensar el que la hija de un gran señor, con todo a su alcance, comprometida desde tierna edad con un apuesto y noble caballero, terminase enamorándose... de una estrella errante!...

A la hora de arrepentirse también Gunnar recordaba la partida de Argal esa misma mañana, cuando rechazaba cortésmente la propuesta del muchacho de acompañarle, junto con su hija, a disfrutar de la hospitalidad que su padre estaría deseoso de ofrecer a un viejo amigo. Si hubiese aceptado, ahora estaría paladeando, junto a un buen vino, el recuerdo de añejas aventuras, y quizá así hubiese podido evitar, o al menos demorar, la insolencia de aquel ganapán que se atrevía a gritarle desde la chimenea de un maldito almacén de cacharros y, lo que era peor, a cometer el acto suicida de robarle su tesoro más preciado.

—¡Y vos, Néstor, habéis de saber que conozco a Lenora mucho mejor de lo que nunca conoceréis! ¡Y su cuerpo, tan perfecto en todos sus detalles e inmaculado para tus deseos, pertenece ahora a quién lo merece!...

La ira contenida y el deseo de venganza crecían espesando el ambiente. Los caballos piafaban, las picas entrechocaban, las llamas de las teas crepitaban, la noche se encendía. Los caballeros escucharon la estentórea voz de su señor, que aseguraba un salvoconducto al alfarero a cambio de la libertad de la joven que retenía contra su voluntad. No necesitaban indicación alguna para comprender lo que habían de hacer con el plebeyo una vez estuviese solo.

—¡Lenora nunca volverá con vos! ¡Habéis dejado de ser los protectores de su virtud, y su vida ya no os pertenece! ¡No la busquéis más y dejad que se cumpla por fin su destino!...

Los ojos de Néstor refulgieron de odio a la luz de los hachones y el enorme mandoble de Gunnar rasgó el aire en un arranque de cólera, dispuesto a zanjar el asunto de forma tajante. Sus caballeros desenvainaron al punto los pesados filos y el acero fulguró en la noche, presto a cumplir su amenaza mortal.

—¡No habéis entendido nada, necios; ni tampoco entenderéis lo que a partir de ahora ocurra, pero os aseguro que se os grabará a fuego en esas testas de metal, y ese será mi premio en la eternidad!

Jehan se dejó caer en el interior del almacén con rápido movimiento y, antes de que los que estaban fuera lograsen derribar la puerta, una intensa llamarada se proyectó a través de la única ventana. Un grito atroz escapó de la garganta de Gunnar, y Néstor se apartó, desesperado. Al instante, todo el edificio era pasto de las llamas, mientras una sombra, oculta a todas las miradas, se deslizaba por una cavidad al otro lado de la muralla.

Un pensamiento cruzó la distancia y los ojos de Lenora brillaron con un segundo de nostalgia. Después, se aferró a los hombros de Argal a lomos de un corcel zaíno.

A la luz difusa de una mañana gris, lluvia y ceniza se confundían en el aire, y entre los restos calcinados del modesto taller de alfarero, aparecieron jirones de tela de un vestido de mujer, así como dos cadáveres humeantes unidos en un postrer abrazo.

Una claridad ambarina, somnolienta y espesa, se fundía con los basamentos irregulares del ruinoso castillo, mientras el viento continuaba azotando inmisericorde el único bastión que se atrevía a erguirse en la monotonía del desierto. La figura que portaba el cubo de agua se introdujo en la torre por una puertecilla, atravesó estancias y subió escaleras en la más absoluta oscuridad, hasta llegar a una cámara de gran tamaño, con el techo muy alto, donde ardían numerosas lámparas sujetas a los muros. Se acercó a una marmita puesta al fuego y derramó el agua en su interior enfriando la que ya contenía. A continuación, tanteó un estante hasta capturar una cazoleta, la llenó en el caldero y la llevó hasta otro lugar de la estancia, donde un vaporoso barreño de madera albergaba al único ser humano con el que parecía compartir su existencia.
 
III

Los dos hombres, de pie en la orilla, contemplaban la bruma deslizándose sobre la superficie tranquila del lago. Llevaban allí un buen rato y la humedad comenzaba a introducirse bajo la piel. Se arrebujaron en sus prendas de abrigo y caminaron juntos hasta los caballos, atados entre los abetos que surgían como espectros en la niebla.

—¿No creéis, Jehan, que hace ya demasiado tiempo que venimos manteniendo esta farsa cruel ? Puede que haya llegado el momento de terminar con esto...

La mente del alfarero vagaba entre la amargura y la decepción. Se había tomado mucho tiempo para buscar al hombre adecuado, aquél que fuera todo lo que él no era, aquél que enamorase tan sólo con su presencia. Y se había tomado más tiempo aún para completar su labor instruyéndole en todos los secretos que conocía, traicionando la intimidad de quien había confiado en él, entregándole en bandeja el dulce con el que ahora se relamía.

—Hemos violado demasiadas veces el amor más puro. Ya no puedo enmendar el error que cometí, pero puedo intentar cambiar el futuro, y vos mejor que nadie deberíais entender la razón...

Había creado al candidato perfecto. Argal cumplió su cometido y Lenora se enamoró de una ilusión construida con el brillo de una estrella errante y el alma de un ángel gemelo. Pero toda entrega tenía su pago.

—Sabéis que yo siempre huí de ataduras y romances empalagosos... Para mí éste era un trabajito fácil teniendo en cuenta mis propias dotes y vuestra valiosa información... Además, que paguen por hacer algo agradable siempre se recibe bien. El único problema es que nunca había mantenido tanto tiempo un mismo asunto, y éste se está convirtiendo en algo parecido a una pequeña herida bajo la cota de malla, que no se ve, pero que va haciendo mucho daño a medida que pasa el tiempo...

Jehan había logrado su objetivo: había entrado, mediante el cuerpo físico de Argal, en la Lenora que nunca habría tenido de otra forma. De acuerdo con su pacto, el aventurero, a cambio del salario y los favores de la doncella, narraba con todo lujo de detalles cada uno de los momentos de alcoba compartidos con su amada. Momentos que Jehan guardaba en su memoria como propios, pues al fin y al cabo consideraba que siempre le habían pertenecido. Sin embargo, necesitaba algo más y quizá ahora hubiese llegado el momento de tenerlo.

—Sé lo que sentís por ella Jehan. Vuestra aparente frialdad no puede ocultar esa obsesión que os lleva incluso a utilizar el cuerpo de otro hombre para hacer realidad vuestras propias perversiones. En todo caso, eso es algo que a mí nunca me había importado... hasta ahora...

Miradas de traición evitaron el encuentro y Jehan buscó romper ese breve instante de tensión subiendo a la grupa de su caballo, con la clara intención de dar por terminada la entrevista. El mercenario hizo lo propio y, con las monturas al paso, se dirigieron a la vereda que salía del bosquecillo. La niebla se tragó a los jinetes sin un atisbo de misericordia, pero no impidió que el hilo del destino terminase de urdir la telaraña.

—Podría mentiros y decir que quiero zanjar el contrato, pero no quiero enfrentarme a quien habría de sustituirme para calmar vuestro deseo enfermizo. Voy a permanecer junto a ella... mientras viva, y la defenderé de lo que sea. ¡Tomad vuestros dineros y olvidadla !Es lo mejor que podéis hacer, por ella y por vos mismo...

Hasta llegar al cruce en el que sus caminos se separarían para siempre, entre los dos hombres no hubo más que un espeso silencio, lleno de incertidumbre en la mente de Argal, y colmado por una sola imagen en la de Jehan; la misma que había guiado su vida en los últimos años y que había provocado su felicidad y su perdición: la cálida profundidad, la húmeda intensidad de los más hermosos ojos negros.

—A partir de aquí debo continuar solo. Espero que algún día, cuando vuestra cabeza se enfríe, sepáis entender mi decisión.

Jehan, aún sin descabalgar, pareció volver en sí para implorar una última merced, y logró del caballero el firme compromiso de conducirlo hasta Lenora para que, sin delatar su presencia, pudiese contemplar su belleza por última vez y guardar de ella un nítido recuerdo. Después todo habría terminado y los amantes serían libres de todo contrato.

La rutilante luz de las lámparas acentuaba el claroscuro del gran salón, creando minúsculos reflejos multicolores en el agua jabonosa. Lenora permaneció inmóvil junto a la bañera, hasta que otra mano aferró la suya. Al momento comprendió lo que se esperaba de ella. Se despojó de sus ropas y se introdujo en el agua tibia, junto al hombre que amaba, y al que debía todo lo que de sí misma apenas conservaba.
Había pasado mucho tiempo, aunque para Lenora no fuese más que una sola noche. La misma y eterna noche en que había sido tan brutalmente atacada, sorprendida sin defensa, cuando Argal aún no había regresado, torturada y abandonada a la muerte por un mísero botín. La misma noche en que apareció su salvador; el hombre que curaría sus heridas, que la protegería desde entonces, a pesar de haberse convertido en un despojo humano; el hombre que la amaría con pasión y ternura, sin ver las horribles mutilaciones que desfiguraban su rostro. Lenora jamás tendría noche suficiente para entregarle sus días, por mucho que él nunca le hubiese dejado oír su voz, por mucho que nunca le hubiese permitido tocar su rostro.

Jehan contempló su imagen en el espejo y la de Lenora recostada contra su pecho. Había realizado un buen trabajo en aquel rostro, otrora tan agraciado. Unos párpados cerrados para siempre ocultaban ahora el horror y la tragedia. Ella nunca sabría a quién amaba realmente y, muerto Argal, ningún obstáculo físico, ni propio ni ajeno, impediría ya la consumación de un plan perfecto. Su mirada se desvió hacia la hornacina situada en la pared de enfrente, a unos dos metros de altura, y una extraña sonrisa de satisfacción expresó algo demencial. En un recipiente de cristal, sumergidas en un líquido gelatinoso, giraban dos pequeñas esferas gemelas, antaño los más hermosos ojos negros.

 
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